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EL ÚLTIMO SABIO

(OBITUARIO)

Por Álvaro Acevedo / Foto: Maurice Berho

Camas era un hoyo caliente, un pueblo árido en tierra de nadie cuando llegó ayer tarde el coche fúnebre con Paco Camino, pero en cambio esta mañana se había convertido en el centro neurálgico del toreo con motivo de la misa póstuma del último sabio. Rafaelillo de Camas, comunista y padre de aquel portento, le envenenó con el toro y el niño cogió el capote y la muleta como el que coge un pañuelo. En sus manos no existía la gravedad, ni había músculos tensos en un cuerpo que toreaba solo. A Chopera el viejo le hablaron de aquel chiquillo y le encerró diez vacas de Joaquín Buendía para medir su valor. Del tentadero, Paco salió con apoderado y con el encaste Santa Coloma como predilecto.

Por aquel entonces le decían “El Niño del Arroyo”, porque por su casa pasaba un riachuelo que se crecía en los años de lluvia. Desde sus inicios impactó por sus tremendas condiciones para ser torero, coincidiendo muchas tardes con novilleros punteros como José María Aragón, nacido en La Algaba y que después acabaría siendo un notable matador de toros. Juntos torearon varias tardes en Zaragoza, plaza en la que Camino arrrasó desde su presentación, aunque cuentan que la primera vez que se vieron las caras fue en Cabeza la Vaca, pueblo extremeño en el que, muchísimos años después y ya retirados, les hicieron a ambos un bonito y sentido homenaje.

Con apenas dieciséis años se fue a Madrid, pero no se desligó de su pueblo, al que ayudó más que nadie desde que Manuel Alpañe, novillero sin caballos de la tierra, murió en las astas de un eral en Nájera. Enterado de la noticia, Camino viajó hasta el lugar y encontró su cuerpo inerte yaciendo sobre unos palets en una carpintería. Él pagó su traslado y entierro en Camas; pero también organizó un festival benéfico para un vecino al que se le quemó una vaquería, además de regalarle cuatro vacas de su finca. “Búscate un camión y elige las que más te gusten”.

De la iglesia en la que hoy estaba de cuerpo presente, costeó el palio de la Virgen de los Dolores y donó un vestido de torear para que le hicieran un manto; además de apoyar con su presencia todos los festivales a beneficio del Ateneo sin poner una sola pega, sólo dando facilidades. De una niña con parálisis pagó sus primeros zapatos ortopédicos, y lo sé porque el hermano de aquella muchacha lo contaba ayer a boca llena.

Ése fue el ciudadano Paco Camino, además de un torero descomunal al que Sevilla le arañó el alma. Porque… que un torero de Camas fuera un ídolo en Zaragoza, un coloso en Madrid y un dios en México, pero que no fuese torero de Sevilla, era una pena que llevaba por dentro el torero más largo de la historia, dominador absoluto de capote, muleta y espada, una fusión irrepetible de valor, clasicismo e inteligencia.

“Antonio era el mejor que yo he visto”, decía siempre de Ordóñez, con el que toreó corridas para la historia, como aquel mano a mano en Valencia en el que se repartieron 9 orejas y 2 rabos; o como la Corrida del Arte en Jerez de la Frontera con Manolo Cortés como tercer espada, en la que Camino cortó cuatro orejas y un rabo. Recuerdan en Camas que la corrida era a las 7 de la tarde, y que a las 4 todavía estaba en un bar de su pueblo jugando a las cartas y bebiendo vino con sus amigos, ante la indignación de su padre, un hombre muy estricto pero rendido a la postre a un hijo sobrado frente al toro.

Contaba Paco que en sus primeros años de novillero su padre se escondía en los armarios de los hoteles, vigilante por si alguna gachí se le metía en la habitación. Quién sabe si ese celo del patriarca, sabedor de la debilidad de la carne, de los riesgos de la fama, del peligro de los primeros éxitos, ayudaron para que aquel joven Camino, torero en la plaza y también fuera, no se desviara por la mala senda en sus comienzos.

El caso es que pasados unos años, Paco Camino ya había comprado una finca en Castilleja de Guzman, unas tierras que cuidaba su padre y en las que recibía a sus amigos del Partido Comunista, que se ponían hasta arriba de mosto y aceitunas cada mediodía. Sabedor Rafael de las ideas de sus camaradas, que le propusieron más de una vez que las tierras de su hijo fueran compartidas con el pueblo como recomienda el catecismo rojo, se levantó de la silla indignado y dijo así: “España tiene 30 millones de habitantes y esta finca le ha costado a mi hijo 30 millones de pesetas, así que como vosotros sois siete, aquí tenéis vuestra parte”. Y sacando siete pesetas del bolsillo, le dio una a cada uno antes de mandarlos a tomar por culo de allí. Rafael perdió siete amigos y el PCE, un afiliado.

Además de esta lección de economía y justicia social, debemos agradecerle a Rafael que le metiera a Paco el gusanillo del toreo, ya para que aquel niño sabio hiciera el resto. Hoy, cuando veo a Morante con la muleta cuadrada, con el palillo totalmente paralelo al suelo, me acuerdo del natural de Camino, tan hondo y ajustado, tan larguísimo, y con ese toro metido en la panza de de la muleta, una muleta planchada, sin una arruga.

Rey del natural y ejecutor excelso de la suerte de matar, esa suerte de la que su padre le advirtió que, para hacerla bien, había que mancharse la mejilla de sangre, porque la espada había que empujarla con la cara. Virtuoso de la chicuelina, una suerte mágica en sus manos; la facilidad hecha torero andándole a los toros a una mano, con pases de la firma y de trinchera; conocedor de todas las embestidas, de todos los encastes; maestro en toda la extensión de la palabra.

Para el recuerdo quedan faenas imborrables, una lista siempre incompleta, pues no caben en un papel tantas tardes de gloria. Cómo no apuntar sin embargo siquiera algunas de las más célebres: la obra maestra al berrendo de Santo Domingo de las nueve vueltas al ruedo a hombros en México, con el público lanzado al ruedo antes de morir el toro; aquella alegoría de la caricia a “Navideño” en Querétaro; la faena cumbre al toro del Jaral de la Mira en Las Ventas; la encerrona memorable con seis toros también en Madrid, cortando hasta ocho orejas; el triunfo con uno de Miura en Bilbao que pesó 701 kilos…

Porque Paco Camino miedo no pasaba. Le ponía alerta, eso sí,  la responsabilidad en las plazas claves, donde no se podía marrar, y la competencia con los compañeros de una época gloriosa. Ordóñez primero, en los principios, y después sus compadres Puerta y Aparicio, El Viti, Mondeño, y toda aquella apabullante torería de los 60 y los 70.

Ya retirado, por su finca pasaron todos los toreros de Camas, su escuela taurina, novilleros y toreros nuevos a los que el maestro calaba rápido, para bien o para mal, como hacía con las eralas santacolomeñas de su ganadería. Apoyado en una columna de la plaza decía el mayoral el número de la becerra, y Camino contestaba sin mirar un papel: “Sí, hija de Fulanito y Menganita”. Si le gustaba la vaca, al torero de turno le iba diciendo con mucho tacto lo que había de hacerle. Y si no le gustaba, con un “tuya es” le daba carta libre.

Siempre pendiente de la lidia, con una afición enfermiza, aprendió tanto o más de las reacciones de los toros detrás de la barrera como por experiencia propia, y su clarividencia, su deslumbrante lucidez, hizo el resto. Como una prolongación de su mente, hizo lo que quiso con los avíos, hasta el punto de que a los tentaderos se llevaba solamente un capote y una muleta, porque sabía que no le harían falta más. Con un dominio innato de las embestidas, con una capacidad lidiadora oculta tras el resplandor de su arte, ejecutó una tauromaquia total, fruto de la sabiduría, sustentada en el valor, marcada por la soltura, intensa por su profundidad, pero dibujada con una armonía casi divina.

Hoy, en el adiós de Paco Camino, junto a su familia estaba una representación exacta del toreo: el viejo Cordobés y Pedro El Capea; Espartaco y Don Álvaro; Aparicio y Litri; Rafi Camino, como hijo y también como torero; Abellán y Gitano Rubio; Muñoz, Rafaelito Torres y El Ecijano; Sevilla y Madrid; todos los toreros de Camas; José Tomás, el torero actual al que más admiró; y Ginés Marín, el que más le recordaba a aquel niño de Camas de familia humilde que se compró el primer cortijo sin romper a sudar. Junto a su hermano Joaquín, cuya muerte en las astas de un toro le retiró temporalmente de los ruedos envuelto en una profunda pena, descansa ya el último sabio.

 

 

 

 

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