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EL CUERPO DE CRISTO

Madrid. Toros de Garcigrande para Morante de la Puebla, Alejandro Talavante y Tomás Rufo. 

(OPINIÓN)

Por Álvaro Acevedo / Foto. Joaquín Arjona

La histórica faena de Morante de la Puebla a “Seminarista”, de Garcigrande, no era de una oreja después de estocada corta y tres golpes de verduguillo, sino de dos. Dicho esto, y lamentando otra vez cómo los que han de diferenciar entre la bisutería y lo sublime, o sea, los que tienen la responsabilidad de jerarquizar el toreo, demuestran su absoluta y desoladora ineptitud, vayamos a los hechos.

La tarde duró poco más de treinta minutos, exactamente desde el comienzo del paseíllo hasta la atronadora ovación que recibió Morante de la Puebla después de petición mayoritaria y tras arrastrarse al primer toro de la tarde, descarado de cuerna pero estrecho de sienes, alto pero fino, grande y noble, con temple y entrega. Con un cuello de los que no se ven.

Morante, siempre sereno y clásico, recogió las embestidas iniciales en su capote lento, y toreó a la verónica no como otro cualquiera sino ligando los lances, sin moverse de su sitio, sólo cargando la suerte. Era una armonía casi mágica, un lance y un leve paso hacia delante, y el capote mecido al aire, adormeciendo la furia del animal. Fueron siete y una media de cartel, rugiendo Madrid en cada caricia.

Con la sabiduría de los elegidos, le quitó el toro a cuerpo limpio a su banderillero metiéndose en el cuello del de Garcigrande para recortarlo con arte, porque el que es torero decía mi padre que lo era hasta meando. Llevaba un vasito en la mano, y le dio un sorbo quizá con el agua convertida en vino antes de tomar la pañosa y explicar su misterio, que es el misterio del toreo. Reclinando el cuerpo sobre la pierna de salida, se dobló el mesías con embrujo y tiento, sometiendo sin hacer daño, y la gente, embelesada, sucumbió en el remate, una trincherilla honda.

Le dio entonces sitio al toro y lo citó con la derecha. ¡Vente, toro, vente! Y brotó un toreo en redondo hermoso y grácil, ligado sin agobios, acompañado el muletazo con todo el cuerpo y la mano izquierda puesta en el cuadril. Primero cinco y el de pecho, y luego otros tantos y una trincherilla antes de cogerle la izquierda, ya con la afición enloquecida ante la contemplación del verdadero arte de torear.

Tersa la muleta y muy buen puesta, los naturales estremecieron de bonitos, abriéndose el vuelo al compás de la muñeca y el toro saliendo y entrando de cada muletazo embebido en las telas, con mucha clase, pero muy bien toreado, con un ajuste que emanaba de la pureza, con un valor disimulado por el duende. Remató José Antonio la tanda con un ayudado de clamor, otra trinchera a dos manos y un molinete invertido, todo engarzado y limpio, con el torero en vena, dueño y señor de Las Ventas.

Una trinchera profunda abrió la última serie, ahora con la derecha y otra vez portentosa de compás y embrujo, con el toro enroscado en su cintura como en un baile juncal y antiguo. La cerró con un cambio de mano corto, y después un prodigioso toreo a dos manos final rubricó su inconmensurable faena al magnífico toro de Garcigrande, este “Seminarista” que ayudó a oficiar la misa. Frente a él se perfiló de cerca, montó la espada y dejó una estocada corta en su sitio. Pegó el bravo un jipío pero no quiso caer, así que un aviso, tres descabellos y un presidente inepto, todas esas desgracias juntas, lo dejaron sin Puerta Grande.

Ahí se acabaron los toros. Ya nadie supo torear, ningún toro pudo embestir, ni ningún aficionado quiso aplaudir. Acaecido el milagro y consumada la misa pagana del morantismo, hasta los infieles regresaron a casa con el perdón de sus pecados. Amén.

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