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CUANDO EL JEFE DE PRENSA ERA UN BÚCARO CON GINEBRA

(OPINIÓN)

Por Álvaro Acevedo / Foto: Pepe Morán

El pasado miércoles mi compadre Joselu de la Macarena pronunció el XXXVI Pregón Taurino de la ‘Tertulia Los 13’, y en el salón de la Fundación Caja Rural del Sur, con aforo para más de 200 personas, no cabía un alfiler. Constaté entonces -si bien, no tenía dudas de antemano- que muchos años después, aquel novillero de vocación tardía, trayectoria breve y alternativa fugaz , mantenía el tirón popular en su ciudad, ése que le permitió, casi antes de pegar el primer pase, tener su peña taurina, una peña con casi un millar de socios sin haber debutado aún con caballos.

El don de gentes, que era una cualidad que se pedía en las ofertas de trabajo de carácter comercial, es como el arte, que se tiene o no se tiene; y yo echo de menos un torero con ese gancho para el público. No es sólo llenar las plazas, que ya es difícil, sino cautivar a la calle, embaucar con la palabra y el guiño, vender la mercancía fuera del ruedo. El problema es que esto no puede ser una pose forzada, hay que nacer con esa chispa, con esa personalidad, por mucho que los directores de comunicación se inventen eslóganes y campañas rebuscadas para atraer al público. Y más allá de eso, para que el torero penetre en el corazón de la sociedad.

Mi compadre, hace 35 años, llevó personalmente a las oficinas de la calle Adriano más de 12 millones de pesetas por las entradas vendidas antes de su presentación en la Maestranza, una novillada sin caballos del mes de julio. O sea, una de tantas. ¿Tenía community manager? No. Pero en su debut vestido de luces en Lora del Río había fletado dos autobuses, y para cada uno de ellos compró un gigantesco búcaro que llenó de ginebra con cocacola. Toma campaña de comunicación…

Su pregón recorrió como un relámpago aquella época en la que vivíamos a golpe de sueños e ilusiones, con la osadía de la juventud, sólo frenada por la ley que, tarde o temprano, acaba imponiendo el toro. Los lances en la plazoleta con Romero en la cabeza; las orejas cortadas en el bar; y aquella camada de taurinos tiesos pero sabios, que habían visto torear a Salomón Vargas.

La ovación final, de al menos un par de minutos ininterrumpidos, fue unánime. Premiaba así a un hombre que puso el alma en el atril, y que con ella por delante habló en nombre de todos los novilleros de Sevilla. Sus palabras fueron el espejo retrospectivo de un tiempo en el que, a falta de jefe de prensa, Joselu hacía su campaña de marketing con el mandil de camarero puesto hasta la noche antes de torear, para luego irse de madrugada a pegar carteles por las calles. Eran aquellos años en los que nada hacíamos salvo jugar a ser toreros, que era lo mismo que jugar a ser felices…

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