(OBITUARIO)
Por Álvaro Acevedo / Foto: Arjona
Escultor sublime de la verónica, espejo de sí mismo, piernas de rodillas rotas y manos de muñecas muertas. Duende, sufrimiento y cante, nos dio sólo una brizna de lo que llevaba dentro y aun así pasó a la Historia. Sueño gitano de Belmonte, musa torera de los flamencos, devoción de Santiago y pureza de Jerez.
En sus tardes de escandalera, el toreo era lamento y duquelas, el alma arrancada a jirones. La hermosura agotadora del lance de capa. La media como una flor redonda. El pecho y la verdad por delante. El trincherazo de repeluco. Y ese natural arrematao con la cintura como un junco. La bamba de su capote, los vuelos de la pañosa, la hondura de lo clásico. Antes que la gracia, la enjundia. Antes que lo bonito, lo profundo. El quejío siempre antes que el pellizco.
El soniquete de sus andares. El vámonos que nos vamos. Colgarse el capote en los dedos. Mecerse, echarlo y traérselo. El percal convertido en seda. La violencia en compás. La furia en armonía y el miedo en magia. Las cosas de las cosas.
Torero por los cuatro costaos, llora la Fiesta una pena negra, porque el que se ha ido no volverá reencarnado en nadie. Ha muerto Rafael de Paula, el arte de torear.









































