Por Paco Aguado / Foto: Teseo Comunicación
Para ser sinceros, la anécdota, tan auténtica como el Mono Burgos, no es de la corrida de este sábado, sino del viernes. Pero, tal y como están las cosas en Las Ventas, el día del fin de semana en que la situemos es indistintamente válido. El caso es que, entrando a la plaza por la puerta que llaman de autoridades, antes de subir por la fresca y diáfana escalera que lleva a los palcos, se nos acercó un hombre muy azarado, como con prisa por llegar tarde a una importante cita. Y con la misma ansiedad, antes de darle su entrada al portero, nos hizo una pregunta tan inquietante como elocuente: “Oiga, ¿por esta puerta también se llega al patio de la bebida?”.
Nunca una definición así de concisa podía ser tan exacta para referirse al radical cambio de función de un lugar como el patio del desolladero de Las Ventas. Ese patio que antes servía también de sala de despiece de toreros y faenas y que, hoy por hoy, es el manantial donde empieza a generarse cada tarde el gran negocio de los atípicos, quizá el más rentable, de todo San Isidro. Efectivamente, ese que clavó el paisano que llegaba con retardo a la recarga.
Porque en ese “patio de la bebida”, desde que abre sus puertas a las seis de la tarde, los yintonis empiezan a correr como el maná por la tierra prometida. Y más aún de jueves a sábado, cuando ese organismo mutante que es la monumental madrileña en San Isidro torna de potro de torturas de día laborable a escaparate de postureo de tarde libre, de sanedrín de bordes a chiquiparque de incautos. No seré yo el que diga, como en la canción, que lo que pasa es que la banda va borracha –San Chaves Nogales nos libre del pecado de generalizar– pero a veces pasa que tanto trasiego espirituoso, sobre todo cuando se va a los toros con ese talante hortera y patriotero de falso rico que nos invade, acaba por producir más alucinaciones que una tortilla de tripis.
Y pasa que, como en las macrodiscotecas de polígono, a fuerza de efectismos baratos como luces de laser o de norias de reguetón citando desde el costillar, la clientela de sábado-sabadete –ya saben, el de camisa limpia y polvete– lo flipa con dos de pipas y acaba poniéndose de pie en el asiento como si estuviera viendo a Manolete cuajando al toro ‘Ratón’. Y además en el mismo toro, ese quinto que, infaliblemente, viene marcando el momento justo del subidón, sin que ni una durísima y escalofriante voltereta como la que se llevó Curro Díaz llegue a cortarles el rollo.
Que nadie les culpe, porque, al fin y al cabo pagan, llenan la plaza y tienen derecho a justificar su gasto ante las amistades creyendo que se han divertido en los toros. Pero quizá sí que tenga mucho de culpa quien, se supone que sereno en mitad del botellón, sigue justo una semana después sin distinguir un huevo de una castaña a la hora de negar o de dar orejas. Porque, señor Magán, hay mucha diferencia entre una faena de huevos y una castaña de faena. La misma que entre los aficionados del viejo patio del desolladero y los del actual «patio de la bebida».