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EVOCACIÓN CHAMAQUISTA EN TIEMPOS CONVULSOS

(OPINIÓN)

Por Paco March

Esta semana viajé de Barcelona a Sevilla, ida y vuelta, a invitación de la Fundación de Estudios Taurinos de la Real Maestranza de Caballería de Sevilla para compartir cartel con el editor David Glez. Romero en el –valga la redundancia– Salón de Carteles. Se trataba de presentar sendas obras auspiciadas por la citada Fundación: el libro colectivo “Chicuelo, el arte de inventar” (una joya, dicho sea de paso), lo que hizo magistralmente el antes citado David Glez. Romero y, por mi parte, el número 52 de la Revista de Estudios Taurinos, que incluye varios trabajos de distintos autores, algunos de ellos con la universalidad de la tauromaquia como eje, permitiéndome además un breve recorrido sobre la historia taurina de Cataluña y mi peripecia como aficionado en ella.

Una peripecia que es, también, memoria y que hoy, 11 de noviembre, día en que se cumplen catorce años de su muerte, me trae la evocación de Chamaco. Porque Chamaco siempre está en mi memoria sentimental, la que explica la pasión taurina. Corría el año 1954 y, con apenas unos meses de vida y en brazos de mis padres (así me lo contaron años más tarde) estuve en La Monumental de Barcelona en el debut de un cetrino y enjuto novillero de Huelva, al que apodaban Chamaco. Y se armó la revolución.

Cuarenta y ocho tardes en sus dos primeras temporadas toreó Chamaco en Barcelona (ciento setenta y ocho hasta su retirada) y rivalizó con el futbolista Ladislao Kubala en el fervor popular, al tiempo que la alta sociedad le abría sus salones, entre la curiosidad y la admiración. El niño hijo de madrileño y catalana que estuvo en el debut de Chamaco, creció testigo del ejemplo de unos padres de abnegada lucha por la supervivencia sin perder jamás la dignidad y que tenían en las tardes de toros –cuando la economía familiar lo permitía– en Las Arenas y La Monumental las pocas horas de alegría ahuyentadora de zozobras.

Aquel niño ya es abuelo, luce calva donde crecieron rizos, pero intenta preservar el equipaje de las emociones, ése que habita en el alma. Y en él, el toreo. Son estos, días, tiempos convulsos. Parece que unos y otros se empeñen en dar la razón al poeta (Gil de Biedma): “De todas las historias de la Historia/sin duda la más triste es la de España/ porque termina mal”.

Desde la Cataluña a la que la bajeza y el mercadeo político, pero no sólo, dejó sin toros, estos ya parecen haber pasado al arcano de la Historia. Pero no se ha perdido la memoria taurina. Si hacer memoria es hacer historia, qué menos que mantener siempre viva la de aquellos, cercanos, lejanos o inalcanzables, que hicieron que la vida, siempre en entredicho, fuera o acaso nos pareciera mejor, incluso en tiempos inciertos como estos.

Por eso, mientras las televisiones, los diarios, las redes sociales, vomitan odios y violencia, entre el regocijo de tertulianos de toda calaña y su modus vivendi, sorbo el primer café de una mañana de sábado y evoco a Chamaco, aquel torero de mi infancia que, como el primer amor, permanece para siempre.

Y soy feliz (aunque no me lo permitan).

 

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