(OPINIÓN)
Por Álvaro Acevedo / Foto: Archivo Arjona
Hace hoy un cuarto de siglo que murió don Diodoro Canorea y desde aquel 28 de enero de 2000 las oficinas de la calle Adriano jamás fueron lo mismo. Se fue la bondad por sus puertas y ya dejaron de estar abiertas para todo el mundo, incluso para los que confundían su nombre: «¿Está don Inodoro?», cuentan que preguntaba en la década de los sesenta Paquito Puerta, primo de Diego Puerta y por aquel entonces novillero con caballos. «¿Y don Aluminio?», refiriéndose al hermano del empresario, Herminio Canorea.
Don Diodoro (aquí sí encaja de verdad el «don» por delante) fue un hombre bueno, de esos que se añoran simplemente por su manera de andar por la vida, sin necesidad de haber hecho nada extraordinario. Recuerdo el día que mi padre lo llamó en pleno mes de agosto para decirle que quería hacerle un gran favor, y Diodoro, gratamente sorprendido pues los favores solía hacerlos él, lo citó en la oficina esa misma mañana. El favor era -no se lo pierdan- que tenía que poner en Sevilla a la mayor brevedad posible a Antonio Mondéjar, novillero al que mi padre empezaba a apoderar y que según él, iba a ser un fenómeno de tales dimensiones que llenaría la Maestranza un domingo sí y otro también en cuanto la afición de Sevilla lo descubriera.
Canorea, ojiplático, no daba crédito mientras su interlocutor pegaba pases de rodillas con un paraguas que había cogido de un rincón del despacho, emulando al valiente novillero murciano. «Manuel, lo pongo, pero suelte usted el paragüas y levántese del suelo, por favor». Al domingo siguiente, Mondéjar debutaba en la Maestranza con una novillada de Torrestrella, debut por cierto triunfal y a la vez sangriento.
Pero para emboscadas, la que perpetró Antonio Escobar, apoderado de Pepe Luis Vargas, el día que lo esperó en la estación de trenes, sabiendo por su propia secretaria que don Diodoro llegaba de una reunión en Madrid. Canorea se dispuso a coger un taxi pero allí estaba Escobar con la puerta del copiloto abierta, por la que entró el empresario casi a la fuerza, como el que entra en una ratonera. Escobar le dijo que es que había ido a llevar a su tía al tren, pero Canorea no se fiaba de tanta casualidad.
Y en efecto, en el trayecto hacia su casa Escobar le pidió dos tardes para Pepe Luis Vargas en Sevilla pues el gestor manchego, cerrado en banda, le estaba ofreciendo semanas atrás solamente una. Pasó Escobar por el portal de don Diodoro en la Plaza de Cuba hasta tres veces sin querer detener el coche, hasta que el empresario le pidió por favor que lo dejara salir: «Antonio, pare usted que es que me cago», Y Escobar, que tenía un negocio de reparación y lavado de vehículos, le dijo que no se preocupara, que limpiar el coche le iba a salir gratis, así que Canorea no tuvo más remedio que darle el «sí» a la collera de tardes en la Feria de Abril, porque estaba que se jiñaba por las trancas.
Del coche salió con el maletín en una mano, y con la que tenía libre, puesta en el culo del pantalón; y el apoderado de Vargas, recapacitando más tarde sobre tamaño chantaje, supuso que don Diodoro no sólo no le daría las dos tardes para su torero, sino que incluso lo quitaría de la que sí tenía asegurada antes de aquel secuestro exprés. Pero como Canorea era un hombre de palabra por encima de todo, Pepe Luis Vargas toreó aquel año dos tardes en la Maestranza.
Diodoro era además un amante de los placeres de la vida, del comer, del beber, y de lo que no es ni el comer ni el beber; y también fue un gran aficionado y un empresario valiente y con orgullo. Me contaba el padre de Víctor Puerto que la primera corrida que organizó en Ciudad Real amenazaba con ser una ruina, pues la tromba de agua que cayó a lo largo de la mañana dejó telarañas en la taquilla. Y pudiendo haber cancelado aquello para cobrar el seguro a tenor del mal estado del ruedo, decidió que de ningún modo iba a suspender la primera corrida que daba en su tierra, echándola para adelante sin importarle las consecuencias. Le costó el dinero pero su prestigio quedó intacto. Exactamente al revés que algún otro personaje que, por no enturbiar este texto, evitaré mencionar.
Pasados los años, se construyó un monumento en honor a su obra y categoría humana, un bronce que sigue a la espera de ser ubicado en algún lugar digno cerca de la Maestranza, la plaza de su vida. Abanderó y financió aquella pasional idea José Luis del Serranito, que esta tarde ha encargado una misa en memoria de aquel hombre al que todos -menos seguramente algún desagradecido- echamos de menos en el burladero del callejón de la plaza de toros de Sevilla.
Yo, la verdad, sacaría en procesión (en tan significativo y peliagudo año) el monumento alrededor del coso del Baratillo el próximo Domingo de Resurrección, fecha cuya relevancia, por cierto, le debemos al llorado empresario. Los devotos dejaríamos luego la escultura junto a la de Curro Romero, en cuyo paso de torero a mito jugó también Canorea un papel crucial. No es fruto del azar que muriera don Diodoro y, de inmediato, se retirara el Faraón…