(OBITUARIO)
Por Álvaro Acevedo / Foto: Archivo familiar
Ha muerto Manoliqui, y aunque no salga su nombre en los papeles yo sé que la Fiesta está de luto, como cada vez que se va un romántico. Su voz ronca y poderosa, de hombre fuerte y de campo, resuena todavía en la mente de todos aquellos chavales de Sevilla y su provincia que, un día, quisimos ser toreros. «¡Venga niño, deja ya la becerra!».
En la Venta El Tentaero se come de maravilla pero nosotros íbamos allí a torear, porque en su plaza de tientas nunca faltaba un pitón para un muchacho ansioso por pegar cuatro pases. Sus gradas se llenaban de aspirantes a esa gloria lejana -casi imposible- que esconde el toreo, y de aquel ruedo impecable nadie se marchaba sin la oportunidad de alimentar sus sueños, quizá orgulloso de haberse llenado el vaquero de sangre brava, caliente.
Desde el ganadero más legendario hasta el torero más famoso sentían un respeto casi solemne por Manoliqui, y digo más, una admiración profunda, la que mereció su pasión y su carácter, su generosidad con la cantera, su locura por este veneno del arte de torear. A él le debo que mi madre, engañada pensando que íbamos a la Venta El Tentaero a merendar, nos viera torear una erala a mi hermano y a mí por primera y única vez en su vida.
Su hijo Manuel, que también quiso ser torero, quizá recoja su legado y mantenga latente el espíritu de esa plaza de tientas en la que Manoliqui miraba con ojos vivos y sabios lances y naturales, queriendo descubrir tras ellos a una futura figura del toreo. Mal y tarde, he querido dedicar este sencillo homenaje a un hombre que repartía becerras en vez de caramelos, ilusiones que no venían de Oriente, sino de Carmona. Es 6 de enero, pero yo os digo que esta noche ha faltado un Rey Mago.